A fin de “escudriñar la vida de los migrantes mexicanos que arribaron desde la década de los ochenta a la Gran Manzana”, el historiador, cronista y analista político Eduardo González Velázquez aprovechó su asistencia a un congreso académico en Nueva York en el verano de 2016 para entrevistar a cuantos migrantes mexicanos estuvieron a su alcance y fotografiar sus lugares de trabajo. El resultado fue el libro Historias mexicanas desde Nueva York, de Ediciones Proceso, en el que se aprecia la diversidad de orígenes, formaciones culturales y expectativas de los compatriotas que se van del país con la misma aspiración: conseguir una vida mejor. Aquí presentamos unos extractos del volumen, que ya está en librerías.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Día 2. A las 7 de la mañana sonó mi despertador. En realidad no necesité su ayuda, pues los ronquidos de mi vecino de litera, un ruso cincuentón y rechoncho, habían complicado mi descanso y varios minutos antes de escuchar el despertador ya me encontraba mirando la desgastada pintura del techo. Baño ocupado. Esperé en un pequeño pasillo que conecta sanitario, cocina y cuartos, desde donde comienzan a mostrarse algunos inquilinos para indicar que hacen fila para la regadera.
Ya en la calle me recibió una lluvia ligera. Tal como sería durante dos semanas, tomé la línea Q del subway para salir a trabajar. La dirección fue Times Square para luego abordar la línea 1 y llegar a mi primera cita. Poco a poco el tren se fue llenando. Decenas de pasajeros ensimismados en el universo internético al que son conectados a través de sus celulares para alejarlos del ajetreo cotidiano de los vagones y las prisas laborales. Desayuné en Panchos, un lugar que conocí en la primavera de 2015. Los baristas, originarios de Puebla, son los mismos que un año atrás me habían extendido la invitación para regresar. Debía dirigirme al Barrio en el cuadrante que hacen la Park Avenue al este, la 128 al norte, la Pleasant al oeste y la 100 al sur; atravesado por la importante avenida Lexington, en el East Harlem, al norte de Upper East Side, luego de ponerme al tanto de las noticias de los poblanos en el último año. La mejor opción para llegar a mi destino fue subirme a la ruta 116 del transporte público.
Comenzaron las entrevistas. Caminé hasta el East River. En el primer Starbucks de la jornada entré a tomar más café, pues el de Panchos me parece muy ligero. Fueron seis entrevistas. Historias duras todas, construidas con trabajo. Ojos constantemente humedecidos por las referencias al pasado. Lamentos por lo dejado atrás. Incertidumbre por lo venidero. Ideas encontradas sobre la posibilidad o no de regresar al terruño. Largos silencios cuando rascan en el pretérito para encontrar y luego verbalizar buenas y malas experiencias: “Yo no tuve niñez”, dice Gladys, cuando le pido que recuerde sus primeros años de vida. Lo mismo sucede cuando define su situación migratoria, su ser migrante.
Pero también escuché intensos relatos de “triunfadores” que contrastan con la idea que la mayoría tienen de México: “Veo a México de la chingada. En México tienen a la gente engañada”. “A México lo veo con ganas de no volver, porque allá no alcanza el dinero, no rinde”. “Ni para comprar la canasta básica te sirve el trabajo; aquí hasta de vacaciones salimos”. Otros más mostraron las páginas web de sus negocios para presumir: “Aquí está mi historia, aquí puedes ver lo que he construido”.
El Barrio es una zona que históricamente ha recibido pinceladas de diferentes grupos. Al principio llegaron holandeses, luego afroamericanos, más tarde judíos, puertorriqueños y, en las últimas dos décadas del siglo pasado, los mexicanos procedentes de Puebla, Oaxaca, Guerrero y el Estado de México; todos en busca de una vivienda barata aunque fuese de mala calidad, y una vida cotidiana “en español”, sin importar el bajo nivel de desarrollo humano.
Como sea, el noreste de Manhattan se ha significado como área de arribo para exiliados de varios países y en los últimos años es una de las mayores concentraciones de migrantes mexicanos en Nueva York.
La tarde va corriendo y la hora del play ball se acerca. No tengo la manera ni el propósito de negarles el gusto desbordado que tengo por el beisbol. Yankees de Nueva York contra Blue Jays de Toronto, un duelo de la División Este de la Liga Americana. No me lo puedo perder. Antes de ingresar al Yankee Stadium compré dos pequeñas hamburguesas que me comí al tiempo que rodeaba el inmueble deportivo. Entré a las 5 de la tarde, dos horas antes del primer lanzamiento. Miré la práctica de bateo de ambos equipos, recorrí todos los rincones del lugar. No lo podía creer, estaba en la casa del club deportivo más ganador en todo el mundo: 27 títulos de Serie Mundial. Al fin comenzó el juego. Mi box score se fue llenando al paso de las entradas.
En la parte alta del noveno episodio, con el marcador favoreciendo a los mulos de Manhattan seis a cero, se comenzó a escuchar con fuerza “El son de la negra” que anunciaba en el montículo, para rematar el juego, al mexicano Luis Cessa, número 85. No era situación de salvamento, la diferencia era mayor a tres carreras. El veracruzano, luego de enfrentar a cuatro bateadores, colgó el último cero de la noche.
En el regreso a mi cuarto tuve un par de confusiones al abordar el subway, por lo que llegué a dormir hasta la media noche. Día intenso, repleto de historias llenas de contrastes y voces entrecortadas. En mi habitación ya dormíamos cuatro.
Habla Emmanuel, veracruzano
Nací en Tuxpanguillo, un pueblo de poco más de 3 mil habitantes en el municipio de Ixtaczoquitlán, Veracruz, muy cerca de Córdoba y Orizaba.
Apenas tenía 20 años cuando llegué a Nueva York por allá de 2008. Me vine como todos, sin papeles y en la pobreza; y como casi todos, todavía no arreglo nada. Cuando crucé por Sonoyta, Sonora, en la línea pensé: debo buscar un futuro mejor para ayudar a que mi familia viva un poco mejor. Hoy ese cruce sigue siendo un buen lugar para entrar a este país.
En México aprendí el oficio de panadero, lo que me ayudó a encontrar rápidamente un trabajo. Si sabes hacer algo consigues empleo en cualquier parte del mundo. El trabajo es igual donde sea, lo único que cambian son las condiciones que te ponen. Aquí son mejores que las de México: allá trabajaba y trabajaba y no salía nada, por eso me vine a buscar más a Estados Unidos.
En Veracruz primero estuve en una tortillería, después fui copiloto con unos traileros. Así fue como comencé a estar más cerca de la frontera, y un día dije: ya estoy cerca, ¿por qué no? Y crucé.
Casi nueve años después de estar en Nueva York, no me considero migrante, porque yo siempre he sentido que uno es de donde pisa, y ahorita estoy pisando aquí, que es donde me friego. Al alcanzar tus metas, sin importar dónde estés, logras el sueño americano, por eso yo creo en él y debo aprovechar las oportunidades que me ofrece Nueva York para alcanzar mi sueño, sólo debo echarle ganas. Poco a poco lo estoy consiguiendo, en el futuro me veo con una panadería propia. Estoy ahorrando para eso. De poquito en poquito se va llenando el jarrito.
Por eso no pienso mucho en regresar a México, sino en crear algo acá. A México lo veo decadente por la guerra interna que tiene, la vida está muy difícil. En Veracruz está igual. Cuando yo vivía allá sí me daba cuenta de lo que sucedía, pero ahora que estoy fuera lo veo un poco más. La economía está mal, con la devaluación todo se incrementa; en México los productos ya valen casi lo mismo que en Estados Unidos, pero allá los tienes que pagar en pesos.
De Veracruz guardo recuerdos bonitos: mis amigos, mi familia, las fiestas, el relajo. Me la pasaba para arriba y para abajo. Pero ahora estamos aquí, tengo mi esposa y dos hijos que ya nacieron en Nueva York. Además de ser panadero y disfrutar mucho de las conchas que horneo, hace tiempo tuve una banda de música donde tocábamos hardcore. Anduvimos por todos lados, conocimos muchas bandas. Fue una experiencia muy bonita. La dejé por la familia, porque la música absorbe mucho y sólo andaba en mi desmadre.
Francisco, capitalino
Yo soy del Distrito Federal, aunque ahora digan que se llama Ciudad de México. Nací hace 45 años. Soy de oficio panadero-repostero y pastelero. Llevo 19 años viviendo en Nueva York. Antes estuve en Nueva Jersey, San Diego y Chicago. Anduve por todos los puntos del país. Tuve la oportunidad de regresar dos años a México y luego me retorné.
Aunque trabajo y pago mis impuestos, desde hace 10 años he tratado de estar legal pero no se puede, no he podido arreglar mis papeles. Estoy pagando un abogado para ver si lo consigo.
La mera verdad me siento más de Estados Unidos que de México. Pensé que con Barack Obama y su reforma migratoria podría arreglar mis papeles, pero él ha sido uno de los peores mandatarios que ha habido en este país: deportó a miles y la reforma migratoria nunca salió.
En México trabajé mucho tiempo como panadero en las tiendas de Bodega Aurrerá, pero luego se vino la devaluación del peso cuando Salinas de Gortari salió de la presidencia y pasamos muchos problemas por lo del “error de diciembre”, ya con Ernesto Zedillo en la presidencia.
Hoy es difícil pronosticar mi futuro. No veo la posibilidad de regresar a México; aunque si gana Donald Trump me imagino que tendremos problemas y entonces tal vez sí regrese, pero si no llega a la Casa Blanca entonces no. Mientras, voy a seguir tratando de arreglar mi estatus migratorio.
Aquí Barack Obama no ayuda y allá el presidente Enrique Peña Nieto nos hace quedar mal a nosotros mismos, le falta mucha preparación para ser mandatario de una nación y resolver los problemas que tiene México, no sólo producto de este sexenio, sino de la dictadura de más de 70 años que tuvimos del PRI.
La verdad, yo creo en el sueño americano. Muchos trabajamos porque hay oportunidades y no las vamos a desperdiciar. Si las aprovechamos podemos poner un negocio y comprar una casa en Nueva York.
En México hay mucha gente que siempre ha luchado para salir adelante y no ha podido, otros más se quedan en la frontera intentando cruzar y jamás brincan el muro. Eso lo miré cuando estuve ahí. Aunque mi historia como migrante no ha sido todo lo que esperaba, sí he mejorado económicamente. Lo que me sigue molestando es la discriminación que hay en este país, se siente el odio hacia los mexicanos; incluso entre los mismos paisanos hay envidias. Eso a veces complica la vida.
El tercer día
A las 9:30 salgo nuevamente a trabajar al Barrio y al congreso del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), donde presentaré una ponencia sobre los claroscuros de la migración centroamericana de tránsito por la Zona Metropolitana de Guadalajara.
El East Harlem, donde se asienta el Barrio, al igual que muchas otras áreas de recepción migratoria, ha experimentado un desplazamiento de su población rumbo a zonas de menor costo pero localizadas a mayor distancia de los sectores de trabajo y de servicios. Esta situación ha sido aprovechada por los mexicanos para repoblar algunos espacios al sur del Bronx.
Luego de registrarme en Clacso estuve en Panchos para escuchar las andanzas de dos trabajadores que entregan comida a domicilio en bicicleta. “Nosotros trabajamos en el delivery”, me dicen los dos repartidores. La razón de usar la bicicleta es principalmente porque no tienen licencia para conducir motocicletas. Panchos es de esos lugares tomados por la comunidad latina para intercambiar sus historias cotidianas mientras desayunan antes de irse a trabajar.
Los agradables olores emanados desde la parrilla potencian el apetito de los parroquianos. No obstante que el televisor se mantiene encendido las 15 horas que permanece abierto el lugar, la camaradería y la cercanía de los comensales mantienen la atención en los cuentos ciudadanos, ignorando deliberadamente los sonidos del televisor.
De regreso al congreso, a una cuadra de la Quinta Avenida, en The New School, escuché y compartí reflexiones académicas sobre la pobreza y desigualdad en América Latina y los nuevos tiempos políticos en Cuba. Mismas problemáticas, diferentes acercamientos de lo aprehendido desde la cotidianidad vivida por la clientela de Panchos.
Sin duda, la urgencia económica latinoamericana continúa generando migrantes. “Mientras no haya trabajo seguiremos huyendo”, resuenan las voces de los exiliados económicos.
El congreso se llama “América Latina-Estados Unidos: Diálogo de saberes” y es organizado por The New School y el Observatorio Latinoamericano. Las reflexiones hacen hincapié en que la pobreza se refiere a una condición, mientras la desigualdad apunta a las relaciones sociales dentro de una estructura dada. En ese contexto se afirma que en los últimos 15 años ha disminuido la pobreza en América Latina pero no la desigualdad, porque no ha cambiado la estructura de las relaciones sociales. Asimismo, se advierte que esa parte del Continente Americano se mantiene como la región tributaria más injusta del mundo; que es necesario detener la inclusión excluyente de los sistemas educativos que brindan a los jóvenes universitarios preparación de bajísima calidad, manteniendo la imposibilidad de la movilidad social; es una de las razones por las cuales el valor asignado por los jóvenes a la educación formal, como herramienta sine qua non para mejorar su condición social, disminuye rápidamente. Es la materialización de la inclusión excluyente.
Se insiste en las mesas de análisis que los cambios en nuestro subcontinente deben realizarse de abajo hacia arriba, porque “lo único que se construye de arriba hacia abajo son los hoyos”, citan al recientemente fallecido y muy extrañado Eduardo Galeano.
Este adelanto se publicó el 25 de febrero de 2018 en la edición 2156 de la revista Proceso.