El cementerio de San Juan, en Queens, NY, es un parque temático funerario de mafiosos que se hicieron gigantescos en la época en la que Martin Scorsese –75 años y recién nombrado Premio Princesa de Asturias– era un niño del vecindario. Lucky Luciano, un pionero en la construcción literaria del gángster, yace en un mausoleo y a pocos metros está tumbado Salvatore Maranzano, un insensato competidor al que liquidó rutinariamente.
A Scorsese se le minusvalora por tener a mano la mafia, la fastuosidad del diseño arquitectónico neoyorkino, la noche y sus habitantes insomnes, tan despiadados como desahuciados. Al contrario, Scorsese es uno de los genuinos creadores de la ciudad inventada de Nueva York, uno de sus más notables evangelistas. La realidad es el punto de partida hacia la obra maestra. Una ciudad que es un siglo, el XX, es el destilado producto de brillantes inventores que la fueron concretando por departamentos. Hay una Nueva York de Stanley Donen con marineros bailando y cantando en busca de novia y hay otra neuróticamente vital que respira en Woody Allen. Otra cosa son los decorados que están allí inertes para el viajero como están los cubos de basura y los malos olores del metro. Hemos creído que la poética de esa ciénaga urbana existe.
Y sólo existe en los ojos extrañamente enamorados de Martin Scorsese, que obra el milagro de hacer carne fílmica una urbe idealizada. Sobre la educación de su mirada merece la pena rescatar el doble CD, «El cine italiano según Martin Scorsese», una guía audiovisual de cuatro horas sobre los maestros que le influyeron.
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