La autora ha dejado Nueva York tras 11 años viviendo allí. ‘Noches sin dormir’, su nueva novela, es el diario de su historia en la gran urbe
Este texto revisita la génesis del libro, una carta de amor-odio hacia la ciudad que la escritora convirtió en suya
ELVIRA LINDO
Han pasado 11 años desde que en julio de 2004 llegué a Nueva Yorkpara vivir. Vivir.
Vivir es pagar un alquiler ridículamente caro por un espacio minúsculo, hacer un contrato de la luz, pagar la comunidad, contratar canales de televisión e Internet; comprender la apabullante oferta de los supermercados; desconectar la alarma antiincendios para freír un huevo; acostumbrarse a mirar el canal del tiempo antes de salir de casa; no esperar que los vecinos te saluden en el ascensor, hacerse a la idea de que solo saludarán a tu perro de tal forma que tendrás que darle voz a tu mascota y contestar como si fuera él quien lo hiciera; dar propinas a los 10 porteros para que hagan tu vida fácil o para que no la hagan invivible; dejar el 15% de propina en cada establecimiento sin concluir, cada vez que esa situación se produce, que es un puto timo; viajar en metro y que la palabra suciedad quede desterrada de tu pensamiento; aprender a pagar a medias en los restaurantes para que no te tomen por idiota o por ilusa; no enfermar jamás y, como todos esos españoles que sobreviven a este lado del océano, haber adquirido la habilidad de reservar sus virus para cuando vuelvas a España en verano; no pensar en que estás sola la mayor parte del día, es un estéril pensamiento español que en esta ciudad no viene a cuento; no pensar salvo en el presente, no engolfarse en la nostalgia; dedicar el tiempo a mirar sin juzgar o a obviar lo que se ve y resulta incómodo; cerrar las fosas nasales cuando te invada la frecuente peste a mierda, ignorar el empalagoso olor a queso fundido, a pizza, a carne especiada, a glutamato y a azúcar; aprender a bufar como bufan aquellos a los que entorpeces el paso; maldecir en voz alta como hace cualquier viajero cuando una vez más se estropea el metro; evitar el contacto visual, no mirar a los locos, arreglárselas para no ver al mendigo que entra y que está meando a tu lado; cambiarte de vagón sin protestar si una situación te supera, no tocar a un bebé que te tiende la mano, no observar a una niña que te hace gracia; aprender a disfrutar comiendo en soledad fuera de casa; familiarizarse con la idea de que la persona que también come sola a tu lado quiera charlar contigo; aprender a tomar una copa en soledad en una barra, no extrañarte si ves a una gran actriz tomando una copa sola en una barra; comprender que la soledad no es sinónimo de fracaso, que es un derecho, igual que lo es ese espacio vital que rodea a cada individuo y que más te vale no vulnerar; mantener las distancias físicas, siempre; no irritarse demasiado con los amigos que pasan dos días en Nueva York y dicen a cada momento, “yo podría vivir aquí”, ¡ja!; ignorar a los que dicen que te envidian por vivir aquí (sobre todo en invierno); no discutir con aquellos que piensan que esta es una ciudad para snobs, no vale la pena tratar de convencerlos de lo contrario; no cabrearte con los que piensan que ya no puedes opinar sobre tu país porque parte del año vives en una ciudad que dicen que es para snobs; aprender a no juzgar a tu vecino por las pintas; ser consciente de que las ricas pueden ir vestidas como mendigas y los fanáticos republicanos como hipsters; saber que hay neoyorquinas programadas para quitarte por todo el morro el taxi que tú has parado, apartarlas de un empujón si es necesario; no dejarse avasallar por neoyorquinos mandones, que son muchos y perciben tu desconcierto y tu debilidad; protestar en cuanto no se te atienda bien; indignarse cuando se te da una mala mesa y te hacen menos caso que al de al lado; no dejar nunca comida en el plato, pedir el doggy bag; perder la vergüenza a llevarte algo que te guste de la basura o de la calle, lo hace todo el mundo; desterrar la palabra cutre del vocabulario, aquí se es ahorrativo, frugal, austero; no criticar a nadie porque gana mucho dinero, nadie lo entenderá; no extrañarse si alguien pregunta de manera directa cuánto ganas; entender que aquí no está mal visto que te paguen bien; hablar abiertamente de lo que cuesta el alquiler del piso o el precio de unos zapatos nuevos; ahorrarte el falso espectáculo de la humildad, esa actitud jamás te hará ganar puntos; no decir fuck a cada momento como hacen los actores en las películas, fuera del cine no está bien visto; no sufrir por ver a los niños desabrigados, están fortaleciéndose para el futuro; no preguntarse cómo es posible que las chicas lleven sandalias los sábados por la noche en pleno invierno; distinguir a unos judíos de otros, no todos son iguales; advertir cómo la cultura judía ha impregnado la ciudad; ser consciente de que este mundo no se comprende si no se hojea a diario The New York Times; conocer las distintas épocas y capas de la emigración, los flujos italianos, judíos, irlandeses; saber que el único español que cuenta en Nueva York es el de los latinos, no el nuestro; familiarizarse con un operario, “el exterminator”, porque algún día aparecerán ratones en tu cocina; leer novelas, ver películas para constatar que los americanos son maestros en el arte del realismo. Incluso las canciones que expresan los sueños son un calco de lo que desde niños aprendieron a desear.
Podría seguir añadiendo los mil matices que sobre la supervivencia urbana he ido aprendiendo en estos 11 años en Nueva York. ¿Por qué entonces digo adiós a esta ciudad que tanto tiempo me costó aceptar y entender y cuya realidad ahora se me presenta más comprensible? Tal vez sea que la experiencia neoyorquina tiene un límite, y una ha de ser consciente de que a pesar del indudable amor que siente por la ciudad que aumentó tu resistencia y tu tolerancia, y que aun reconociendo la fascinación que siempre provoca, ese final llega cuando merman las energías necesarias para salir a la selva a diario. A no ser que estés dispuesta a esperar el día en que te sientas débil o vulnerable caminando por esas aceras que fueron dispuestas para ser recorridas a grandes zancadas. Pero ese es un papel que les corresponde a los verdaderos neoyorquinos. Yo que lo he sido, un poco, quiero volver a pasear por ella como una turista. Puede que disfrutando únicamente de su imponente belleza, repita lo mismo que tantas veces escuché algo irritada, “yo podría vivir en esta ciudad”.
Elvira Lindo acaba de publicar su nueva novela, Noches sin dormir, en la editorial Seix Barral.
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