Al cruzar el umbral de su portalón aún se experimenta una cierta sensación de entrar en un lugar de otra época. De acceder, tras el saludo de los porteros con librea y la puerta giratoria, a una parte de la herencia de eso que se llamó “la centuria americana”.
Las lágrimas de vidrio de sus lámparas siguen dando la bienvenida. A través de las décadas, se mantiene como un icono de la Gran Manzana. A pesar de todo.
A pesar de las reformas –a gusto de los diferentes dueños–, de la pérdida de brillo, del palo de selfie, del mal gusto de no pocas cosas que se comercializan en sus tiendas, del pésimo estilo de algunos transeúntes o de las construcción de otros edificios de lujo alrededor, el hotel Plaza, con vistas al sur de Central Park, conserva el aire de un Nueva York más literario que real.
En casi 110 años, el Plaza ha sido el espejo de Manhattan. De cómo han cambiado los gustos o de cómo el establecimiento se ha ido adecuando a la era de la prohibición (del alcohol), al crack de Wall Street, a la Gran Depresión, a dos guerras mundiales, al turismo de masas. O de cómo se ha adaptado a la introducción de los derechos de la mujer –la Oak Room vetaba su acceso–, o a la situación de los fumadores con la introducción de las nuevas normativas sobre el tabaco.
El Plaza es pionero en la aparición afuera de filas de taxis o en aceptar huéspedes con mascotas, entre las que figuran desde serpientes a osos. Incluso un león.
“Es la historia, es un lugar que has de visitar si quieres entender esta ciudad”, responde una joven nicaragüense, de vacaciones de Semana Santa junto a su novio.
Posan para la fotografía. Detrás les queda el gran decorado que representa la Palm Court, la estancia de las palmeras. Que constituye uno de los principales impactos de glamour.
“Aunque Henry Hardenbergh diseñó el interior como un club de hombres, su pieza central, la sala de té, tiene un aire decididamente femenino”, escribe Curtis Gathje, el cronista de este legendario establecimiento.
Además de su clientela y de los turistas de visita –los que van a por la foto–, el Plaza disfruta de una presencia habitual en la prensa local, que a menudo se transforma al ámbito global.
Las portadas de los tabloides encontraron este pasado febrero materia sabrosa en sus alcobas: sexo, violencia, un político caído en desgracia y una guapa rusa que se promocionaba como scort, o señora de compañía, a unos cuantos miles de dólares la jornada.
Todo, faltaría más, presuntamente. Eliot Spitzer llegó a gobernador del estado de Nueva York apelando a la ética. Al poco tiempo, en el 2008, se vio obligado a renunciar por sus trapicheos con prostitutas. Se precipitó en un abismo que, hace unas semanas, pareció ganar en profundidad. Svetlana Travis, o Svetlana Z, a la que Spitzer visitó un sábado en ese recinto –le captaron las cámaras de seguridad, camuflado en su sombrero–, llamó a la policía y le denunció. Confesó que había intentado estrangularla. Había ingresado en un hospital, con un corte en un brazo. Al día siguiente voló a su país. No se sabe más de ella, salvo por un supuesto e-mail en el que se retractaba de lo dicho. Spitzer negó la agresión y declaró que su amiga estaba de los nervios.
La investigación quedó en el limbo. Como tantas cosas que suceden en este hotel.
Sus puertas abrieron el 1 de octubre de 1907. Se erigió sobre el antiguo Plaza Hotel, una estructura de ocho plantas que funcionó entre 1890 y 1905. El reconstruido Plaza –un castillo de estilo francés, con 19 pisos, más bajos–costó 12,5 millones de dólares (unos 300 actuales), una suma estratosférica para entonces.
El primer registrado fue el acaudalado Alfred Vanderbilt. El precio de una estancia era de 2,5 dólares la noche. En la actualidad la habitación más barata oscila, oficialmente, de 600 a 800 dólares. Por 30.000, la Royal Suite (vistas a la Quinta Avenida, tres habitaciones y baños, librería, piano, comedor, cocina) cuenta con un panel que se mueve y facilita una rápida y discreta huida.
Estos días se vuelve a hablar, a evocar su legado, a partir de una noticia adelantada por la agencia Bloomberg y que ha de permitir poner luz a dos años de confusión sobre el entramado de su propiedad. El próximo 26 de abril, siempre según esa información, se procederá a la subasta pública en búsqueda de nuevo amo.
Así se supone que culminará un enredo financiero a juego con este hotel de cinco estrellas. Los milmillonarios hermanos Reuben –David y Simon– compraron el préstamo hipotecario al Banco de China cuando el conglomerado Sahara India Pariwar faltó al pago. Esta sociedad, controlada por el potentado Subrata Roy, abonó 600 millones de dólares a la firma israelí Elad Properties en el 2012, que, a su vez, se lo había comprado al príncipe saudí Alwaleed bin-Talal.
A este último corresponde la iniciativa del 2005 de dividir el Plaza. Parte de sus 805 habitaciones originales dejaron paso a apartamentos de alto nivel.
Lo que sale a la venta es el bloque hotelero –282 dormitorios, de los que 102 son suites–, restaurantes y galerías comerciales, a lo que se suma el hotel Dream Downtown de Chelsea. La hipoteca combinada sube a 500 millones. Está por desentrañar la respuesta. La firma china Anbang pagó 1.950 millones de dólares en el 2015 por el Waldorf-Astoria.
El magnate indio se hizo con el Plaza como vía de irrupción en el mercado inmobiliario de Manhattan, tan al alza entre los megarricos. Sus intenciones se frustraron al tener que ingresar en prisión en el 2014. Le condenaron en su país por fraude a los inversores.
Su inspiración se remonta a 1943. Ese año, y tras 36 años de titularidad ininterrumpida, Conrad Hilton lo adquirió por 7,5 millones. Al poco tiempo se divorció de Zsa Zsa Gabor.
Se lo vendió en 1953. Entre otros avatares, sonó la hora de Donald Trump –ahora aspirante a presidente– que se hizo con el Plaza por 407 millones (un récord) en 1988. “Joven, rico y temerario –sostiene Gathje–, Trump era uno de los millonarios más visibles y la reacción a su adquisición tuvo el eco de la de Hilton 45 años antes: frialdad generalizada de la vieja guardia”.
El nuevo amo remarcó su amor por su juguete. “No es sólo un edificio, es una obra de arte definitiva, la Mona Lisa”, pregonó. Puso a su esposa Ivana de jefa. Duró poco. Empezó a flirtear con Marla Maples. Se divorció de la primera y se casó con la segunda en 1993 con una fiesta en su Plaza. En 1995 se lo vendió al citado príncipe saudí por 325 millones.
Mal negocio, pero su ego se reforzó con un cameo en Solo en casa 2 (1992), una de las numerosas películas que lo han usado desde que en 1959 lo encuadrara Alfred Hitchcock en su memorable Con la muerte en los talones. Pero el filme con Macaulay Culkin obligó a levantar unas alfombras, lo que permitió descubrir un magnífico mosaico de baldosas.
Hoy, certificado todo este lío de la propiedad, que guarda un aire familiar con la filosofía del absurdo de Groucho Marx, uno de los muchos clientes célebres, el Plaza –primer hotel que consiguió protección arquitectónica– no muestra señales de hallarse en subasta. La gente se agolpa en sus bares, la recepción exhibe un buen nivel de entradas y los curiosos no cesan de entrar y salir.
Viendo el ir y venir se certifica el cruce entre adinerados y mochileros, aunque se sabe que en esta ciudad, una persona de fortuna puede lucir como pordiosera.
Curtis Gathje empezó de recepcionista y ha llegado a ser el narrador oficial. Su libro – At The Plaza. An illustrated history of the world famous hotel (En el Plaza. Un relato ilustrado del hotel más famoso del mundo)–, se vende en la boutique, al lado de los albornoces o las toallas de souvenir, o del plaza-poly, una imitación del famoso juego del monopoly pero adaptado al recinto. En su tablero disponen de casilla huéspedes de renombre como los Beatles –su primer alojamiento en Estados Unidos, en 1964–, el arquitecto Frank Lloyd (residió seis años) o el escritor F. Scott Fitzgerald, cuya suite se reconstruyó en el 2013 y sale por unos 2.300 dólares la noche. En su más aclamada creación, El Gran Gatsby, utilizó de fondo en especial la sala de té.
La admiración de Fitzgerald por este enclave de la sociedad neoyorquina se plasmó en una carta que su amigo Ernest Hemingway le remitió. “Si te sientes suficientemente triste, asegúrate y yo mismo veré que te puedas morir”, bromeó Hemingway, también cliente. “Te escribiré un elegante obituario, les daré tu hígado al museo de Princeton y tu corazón al Hotel Plaza”, añadió.
En el corredor que lleva a la Oak Room –desmontado, a la espera de fiesta– surgen fotos de grandes momentos. Ahí están Marilyn Monroe, Frank Sinatra y Mia Farrow –ataviados con máscara para la famosa fiesta que Truman Capote organizó en 1966 por la publicación de A sangre fría–, o la multitud reunida para palpar a los cuatro de Liverpool.
La lista es larga: Salomon Guggenheim, Eleanor Roosevelt, Mark Twain, Marlene Dietrich...
¡Si las paredes hablaran!