Bajo amenazas de multas y confiscación de bienes, los vendedores salieron a las calles a protestar.
En una calurosa tarde de julio, Nazim Uddin no abrió su negocio en la esquina de las calles Broadway y Prince, donde ha sido usual verlo vendiendo hotdogs, pretzels y bebidas frías durante la última década. En su lugar, el sexagenario vendedor de comida estaba marchando, pasada la intersección, junto a unas pocas docenas de vendedores.
Los protestantes no pasaron inadvertidos en Broadway. Tamborileaban duro y pisaban la calle con firmeza; y, mientras hacían notar su descontento con las leyes. Coreaban enardecidos: “¡No a las multas! ¡Poder para los vendedores!”. Los eslóganes se imprimieron en carteles en forma de tazas de café, hotdogs, y pretzels. Uno decía: “Apoye los pequeños negocios neoyorkinos”, y otro, en Español, recordaba: “Dar de comer a mi familia no es un crimen”.
La interrupción de las señales de tránsito, refieren algunos implicados, fue una manera de llamar la atención sobre la lucha de unos inmigrantes -generalmente de bajos ingresos-, cuyas voces son a menudo silenciadas en el debate en torno a qué se permite hacer en el espacio urbano.
Tanto los carros de comida en la calle, como los vendedores, son parte de esa trama escenificada en las aceras de la ciudad. Las tazas de café para llevar y los pretzels trenzados se han transformado en símbolos. Pero lo que algunos ven como elementos constitutivos del carácter de la urbe, otros perciben como engendros, obstáculos en el camino o, en el mejor de los casos, amenazas a la salud pública. Y eso precisamente es lo que Uddin y sus aliados ansían que cambie.
Credenciales del mercado negro
Un artículo reciente en el diario
Crain’s New York Business contó brevemente la historia de vender en New York, una historia que, desde la época de los vendedores ambulantes judíos y sus carretillas en el Lower East Side, se ha visto envuelta en problemas de raza, clase y otras preocupaciones relacionadas con la estética de la ciudad.
En el siglo XIX, ya se cocinaba a fuego lento el resentimiento entre los dueños de los restaurantes y los vendedores a la intemperie, cuyos precios eran más bajos. Para la propia alcaldía de Ed Koch, durante los setentas y ochentas, los carros de los vendedores eran comúnmente vistos como objetos denigrantes que bloqueaban el paso y afeaban el entorno. He aquí una cita de Koch, en conversación con The New York Times, a propósito del abarrotamiento en las aceras del centro de la ciudad: “No se supone que parezcan como zocos”.
El resultado fue que la ciudad de New York limitó en los 80 el número de licencias para vender en las callesm cuota que se ha mantenido estable desde entonces. En un momento dado, se entregaron cerca de 3,000 permisos hábiles por un año; y unos 1,000 adicionales obtuvieron luz verde para los meses de verano.
No es descabellado escuchar que alguien haya tenido que esperar dos décadas por una licencia, sostiene Sean Basinski, director del grupo de apoyo
The Street Vendor Project (SVP) (Proyecto del Vendedor de la Calle
), puntal del Centro de Justicia Urbana. El mismo Uddin ha estado esperando por 9 años. Algunos vendedores, según
the Wall Street Journal, llenan la lista de espera con los nombres de todos sus familiares para así aumentar la probabilidad de obtener un permiso. “Quizás consigas un permiso en cinco años, pero solo si eres la persona más afortunada del mundo”, añade Basinski.
A través de las vías oficiales, los permisos cuestan cerca de 200 dólares. Pero la escasez ha alimentado un lucrativo mercado negro. El año pasado, un vendedor
dijo al Daily News que él pagó 6,000 dólares por una licencia para vender batidos de frutas desde abril hasta octubre. Le tomó meses amortizar la inversión. El propio Wall Street Journal indicó que las transferencias ilegales y los cambalaches son un secreto a voces.
Riesgo de multas y decomiso
Uddin, como se dijo,
dispone de una licencia para vender comida emitida por el Departamento de Salud e Higiene Mental. Es una identificación en forma de carné que lleva en su billetera. Pero dado que aún su nombre aparece en la lista de espera, no tiene la aprobación de la ciudad para permanecer en la esquina donde, irónicamente, se ha radicado. Como resultado, Uddin alega haber recibido con frecuencia citaciones y multas por trabajar sin la documentación requerida.
En general, los vendedores son multados por violar
otras reglas, tales como establecerse a menos de 10 pies de un paso peatonal o la entrada del metro, o infringir los 20 pies a la entrada o salida de un edificio. Esas penalidades, Basinski refiere, pueden costar más de 1,000 dólares cada una.
Y algunas consecuencias pueden ser peores. Por vender sin permiso, prosigue Basinski, Uddin se expone a ser arrestado. Podrían incluso confiscarle sus bienes y lanzarlos a un camión de basura.
Uddin trabaja por turnos de ocho horas, y hace unos 80 dólares por día, suficientes para cubrir la renta de 1,500 mensuales de un apartamento compartido con su familia en Long Island City, a menos que se vea en la necesidad de deducir dinero para saldar multas. Por otro lado, ir a corte para litigar estas multas es tiempo que pierde de vender en las calles.
Buscando soluciones
Durante los últimos dos años, SVP ha desarrollado una campaña para convencer a la ciudad de que levante las limitaciones sobre los permisos. Para Basinski se trata de un asunto de igualdad y dignidad. “Por supuesto, uno debe tener su licencia, pagar sus impuestos, y muchas otras leyes que hay que obedecer”, sostiene. “Pero se debería autorizar a cada quien a tener su negocio legalmente, y a tenerlo en su nombre”. Para el director del SVP, la solución es simple: combatir esa parte de la ley que atañe al límite de permisos.
El propio Basinski aduce que el número de multas emitidas en los últimos años ha seguido una tendencia a la baja -algo que atribuye, en parte, a las intervenciones protagonizadas por el SVP. Aun así, él ve como una necesidad latente el que se vea a los vendedores como verdaderos actores de la ciudad: "menos como un problema, y más como un grupo de propietarios de pequeñas empresas que deben ser respetados y que están contribuyendo mucho al desarrollo”.
Aquellos que ven un problema en los vendedores ambulantes, añade Basinsnki, pierden de vista el hecho de que estos pueden apuntalar las economías locales. En 2015, este tipo de venta solo en New York produjo 17,960 puestos de trabajo; y sus artífices pagaron 71.2 millones de dólaresen impuestos locales, estatales y federales, según un
informe suministrado por el Instituto de Justicia.
Ciertas recetas callejeras, por así decirlo, se han convertido en platos de moda –aunque Basinski distingue entre la hamburguesa ramen de alta cocina y el pretzel de un dólar vendido en un carrito cualquiera en la calle. La protección legal de los vendedores de moda, dice, no se está reflejando en el vendedor ambulante promedio.
A lo largo del país, los vendedores ven un montón de trabas, tanto como modestas victorias. En 2011, el Instituto de Justicia catalogó una serie de regulaciones para los vendedores en las 50 ciudades más grandes de Estados Unidos, y encontró que en 19 de estas se prohibió vender cerca de tiendas tradicionales que ya vendían bienes similares.
Además, otras 11 ciudades prohibieron completamente la venta, o emitieron estrictas regulaciones acerca del comercio en espacios privados u otras zonas activas, a menudo los lugares de mucho tráfico, donde los vendedores, lógicamente, tienen mayor oportunidad de hacer dinero. En Los Ángeles, por ejemplo, se decretó una prohibición general de la venta. Aun así,
un estimado de 50,000 vendedores trabaja ilegalmente. Entretanto, no fue hasta el pasado otoño que la venta de comida en las calles fue legalizada en Chicago. La primera
licencia fue emitida en abril, para un carrito que vendía crepes.
Un puñado de ciudades más pequeñas, sin embargo, han acogido positivamente a los vendedores ambulantes, y reportado un aumento del tráfico peatonal, el cual, a su vez, ha fortalecido el sentido de vitalidad en las aceras. En la comunidad East Liberty en Pittsburgh, por citar un ejemplo, “siempre parece haber mucha actividad y vida en las cuadras donde se han instalado los vendedores”, sostuvo un portavoz de la organización East Liberty Development, Inc.
al Instituto de Justicia. Asimismo, el administrador de un negocio minorista refirió que, en lugar de desviarse el flujo de personas de las tiendas tradicionales, se daba una relación simbiótica entre vendedores ambulantes y estas últimas.
Un camino a seguir para los vendedores
Cuando algunos de los que se oponen –en gran medida agentes inmobiliarios, acota Basinski– piensan en el levantamiento de las prohibiciones, visualizan “una situación caótica, espeluznante”. Por su parte, Basinski no cree que las calles vayan repentinamente a ser intransitables, abarrotadas de carritos comerciales.
Aun así, los resultados de una reciente encuesta, realizada por un distrito para el mejoramiento de los negocios locales, pueden dar fe del miedo a que se supriman dichas restricciones. En un sondeo llevado a cabo por la Iniciativa SoHo de Broadway a principios de año, las tres cuartas partes de los sondeados revelaron preocupaciones en torno a la congestión en las aceras,
según DNAinfo.
En cambio, Basinski nunca anticipó que levantar las prohibiciones a los vendedores ambulantes se traduciría en una pelea por el otorgamiento de licencias. “Muchos de los que hoy venden sin permiso, de otra manera, estarían vendiendo con él… El número de vendedores apenas aumentaría”, sostiene. “Se alcanzaría, ciertamente, un punto de equilibrio”. Uddin, por mencionar un caso, no tendría más problemas con la ley.
Aparejado a esto, Basinski considera que la ciudad debería retocar la infraestructura existente para tornarla más hospitalaria a los vendedores. Ve en los carriles para bicicletas un ejemplo de espacios que podrían ajustarse de modo que puedan acoplarse mejor a las necesidades. Los vendedores, continúa, podrían beneficiarse de los espacios de almacenamiento en mercados públicos, o de áreas designadas para vender en las plazas urbanas. En Singapur, añade,
centros para vendedores ambulantes permanentes garantizan confiables alojamientos para ellos.
Mientras los comerciantes callejeros luchan por sobrevivir a duras penas, a juicio de Basinsky, cuesta entender un proyecto de esta índole. “No podemos siquiera imaginar (a la ciudad de New York) gastando dinero para ayudar a los vendedores”, sentencia. “En realidad, aquí se gasta el dinero en tratar de perjudicarlos”.
Someterse a los avatares propios del sistema de permisos ha frustrado sobremanera a Uddin. A veces, él mismo comenta, la policía le pide que cierre su sombrilla, empaque sus cosas y se largue. Entonces Uddin les suplica un poco, asegurándoles que él ha medido bien la distancia hasta los bordillos y las puertas.
“Les he dicho, ‘he estado aquí por mucho tiempo…Tengo una familia. No soy ilegal’”, dice Uddin, mesándose su corta barba blanca y calándose una gorra de béisbol que lo protege del sol. “Soy ciudadano americano. He votado por senadores. ¿Por qué interrumpes mi trabajo?”.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en CityLab.com.