Es la ciudad del "The New York Times" y de Wall Street, de la realidad; y al mismo tiempo, la de "Batman" y "Superman", de la fantasía. Y sigue siendo la capital del mundo, Nueva York. Javier Reverte nos invita a recorrer, en tres dimensiones, su corazón, la gran isla de Manhattan.
Para comprender Manhattan -que es lo mismo que decir el corazón de Nueva York- lo primero que debe de hacerse, en mi opinión, es mirarlo desde arriba: después, pie a tierra a distancia; y a la postre, como todas las ciudades del mundo, caminándola, esto es: al ras del suelo, entre las vaharadas de vapor que exhalan sus alcantarillas, en las calles brumosas del invierno en el Village, o en esa Times Square por la que camina el fantasma de James Dean bajo la lluvia, la cabeza escondida entre las solapas de un abrigo raído y un cigarrillo en los labios.
¿Por qué cualquier cosa, incluso el vaho de los desagües, se convierte en leyenda en Nueva York? Porque es la ciudad de The New York Times y de Wall Street, esto es: de la realidad; y al mismo tiempo, la de Batman y Superman, es decir: la fantasía. Todos conocemos la urbe antes de pisarla y cuando, por vez primera, recorremos una de sus largas avenidas, abarrotadas de peatones en las aceras y de taxis amarillos y limusinas en el asfalto, no nos resulta extraña e incluso podemos sentir que estamos en casa, del mismo modo que consideraríamos normal cruzarnos, mientras caminamos, con Dustin Hoffman, Al Pacino o Woody Allen. A la megalópolis de nuestros días bien podríamos aplicarle aquello de "ciudad irreal", que diría el poeta anglo-americano T.S. Eliot. No cabe duda de que el cine es el culpable del cincelado del alma de Nueva York.
Para mirarlo desde arriba, hay varias formas. La primera, llegar en avión al aeropuerto John F. Kennedy, pues los aparatos que allí aterrizan suelen sobrevolar Manhattan antes de tomar tierra y la visión de un Nueva York que se alza al espacio con su multitud de rascacielos -¡qué bella y exacta palabra es rascacielo!- es una arrogancia del espíritu humano, la pretensión altiva de una urbe que trata de hacer posible lo imposible, esto es: colonizar el aire.
Otra forma de verla desde arriba es subir a los últimos pisos de algunos de sus grandes edificios. El más popular de ellos es, desde luego, el Empire State, pero las colas de visitantes son tan largas y nutridas que hay que echarle más de dos horas antes de lograr sitio en el ascensor. Menos conocida y aunque de menor tamaño resulta la torre del Rockefeller Center, en donde los visitantes son numerosos, pero casi nunca hay colas, y cuyos elevadores suben como un tiro de misil o una nave espacial los setenta pisos que llevan a la terraza superior del edificio principal. Desde la altura se pueden divisar los ríos Hudson y East, alguno de los puentes que unen Manhattan con Brooklyn, la sombralejana de la Estatua de la Libertad y, sobre todo, las cimas de sus más conocidos rascacielos, entre ellos mi favorito, el Chrysler Building, y, claro, el propio Empire State. La terraza del Rockefeller tiene otra ventaja: en su lado norte, unas pocas calles más arriba, se abre el inmenso Central Park, el pulmón de la isla, un magnífico parque de rincones casi salvajes que nos recuerda cómo pudo ser Manhattan antes de que el hombre blanco la colonizara, exterminando a los osos, los lobos y los indios.
Un paseo por el aire
Pero hay una visión desde la altura que poca gente conoce, que quizás sea la más sugestiva y que, desde luego, resulta la más barata. Me refiero al funicular que une la gran isla de Manhattan con la pequeña isla de Roosevelt, en la 1ª Avenida con la calle 60. Esta telecabina forma parte de la red del suburbano neoyorquino que, en este caso, en lugar de utilizar un túnel subterráneo va por los aires. Y así, por el precio de un billete de metro, uno viaja sobre los rascacielos del Este de la ciudad y sobre el East River, en un viaje de apenas diez minutos de ida y, si quieres, diez de vuelta, que te hace sentir que puedes volar como Superman. La mejor hora para este viaje es al principio de la noche, cuando las ventanas de los hogares están encendidas y los coches que cruzan el cercanopuente de Queensboro rugen como demonios mientras envían sus luminarias a los cielos.
La siguiente manera de ver la ciudad y comprenderla es situarse pie a tierra, a una cierta distancia y, a ser posible, fuera de Manhattan. No son muchos los visitantes que conocen la existencia de un ferry gratuito que une el sur de la isla, en Battersea Park -junto a la parada del autobús 15-, con otra isla mucho más pequeña, la de Staten, ya en pleno Océano Atlántico. Es esta una localidad en donde abundan las oficinas y los centros de negocios, que carece por completo de interés -entre otras cosas, es un feudo electoral de Donald Trump-, pero los transbordadores van y vienen entre las dos islas sin cesar y permiten disfrutar, en una navegación de unos veinte minutos en cada viaje, de algunas de las más soberbias vistas de la llamada Gran Manzana. Conviene situarse, en la ida, en la popa de la nave, y al regreso, en proa. Conforme el barco se aleja rumbo a Staten, los edificios van creciendo hacia un cielo ancho y libre, entre dos ríos musculosos -el Hudson y el East-, y así va dibujándose con lentitud el inconfundible perfil de lo que los neoyorquinos llaman Skyline, la línea del cielo. No creo que exista un paisaje más fotografiado en el mundo.
Los ferrys, además, cruzan junto a la isla de Ellis, la que fuera, durante algo más de medio siglo, la famosa aduana que controlaba la entrada de inmigrantes en los barcos que llegaban a la próspera América desde la empobrecida Europa. Y un poco más lejos de la isla de Ellis, los transbordadores de Staten Island navegan en paralelo a la Estatua de la Libertad, que hinca su antorcha en el cielo americano como el símbolo de una democracia inextinguible.
En todo caso, para contemplar el perfil de Manhattan sin necesidad de emplear un par de horas en ir y venir entre Battersea y Staten cabe una estupenda opción: sentarse en un bar-restaurante de la orilla de Brooklyn del East River, en el River Café, a comer a mediodía o tomar un trago en su terraza al atardecer. Desde la cristalera, casi encima del muelle, se dibuja el bello perfil de Wall Street y se alcanzan a ver las siluetas del Empire State y el Chrysler Building. Y el colosal Brooklyn Bridge parece navegar sobre nuestras cabezas. En los ocasos de otoño, si no hay nubes, un sol rojo fuego se va ocultando lentamente a la espalda de la Estatua de la Libertad, mientras que las luces de las oficinas se encienden en millares de ojos para dar testimonio de que Nueva York nunca duerme.
Para llegar al River Café puede usarse el metro, en un viaje hasta la parada de High Street(en la Línea C). Pero es más agradable cruzar caminando desde Manhattan sobre el puente de Brooklyn o tomar un pequeño ferry en el Muelle 11 de Wall Street, que en menos de cuatro minutos cruza el East River y te planta en la puerta del bar-restaurante. Por cierto: el ceviche de vieira es estupendo. Y es un buen lugar para enamorar a tu chica o a tu chico.
Los paisajes y lugares más reconocibles
Y en fin, nos queda caminar. Y aquí, Manhattan no termina nunca, ni siquiera dedicándole un libro entero. Todo buen viajero debe repetir los ceremoniales más tópicos que ofrece cualquier gran ciudad -como subir a la Torre Eiffel en París o presenciar un relevo de guardia en el londinense Buckingham Palace-, y en Manhattan son muchos los inevitables tópicos-típicos. Enumero algunos: Washington Square, los teatros de Broadway, el Central Park, Times Square, El Moma, la Grand Central Station y su restaurante con treinta clases de ostras... Son paisajes que resultan casi como viejos conocidos a fuerza de haber servido como escenarios de multitud de películas.
Pero todo buen viajero debe de buscar algunas cosas más en las entrañas de cualquier gran ciudad. Y Manhattan, como París y Londres, también las ofrece. Para quien sea amigo de andar, por ejemplo, hay un camino siguiendo el rumbo de los parques que deja ver muchas de las diferentes caras de la ciudad. Empezaría en el pequeño Battersea Park, en donde se fundó Manhattan, en la punta sur de la isla, como una suerte de fortaleza defensiva de los europeos contra las tribus nativas. Desde allí, la caminata no es muy larga hasta Washington Square, el elegante corazón del Village y, por tanto, de la vida intelectual neoyorquina, y el lugar en que comienza la reputada Quinta Avenida. Henry James, que vivió en la plaza, escribió una novela del mismo nombre y en sus cercanías tuvieron casa, durante un tiempo, Mark Twain y Herman Melville. Por los tugurios delbarrio deambuló con su guitarra un joven Bob Dylan y se emborrachó hasta morir un poeta no menos joven, el galés Dylan Thomas. En el Village encontró Barack Obama un buen vivero de votantes para sus dos mandatos y, allí, un cartel electoral con la efigie de Donald Trump no duraría ni diez minutos.
El siguiente parque sería el de Union Square, situado en la calle 14 con Broadway. Los vagabundos alternan aquí con los jugadores de ajedrez y la gente que gusta practicar en grupo gimnasia rítmica. Y dos veces por semana hay venta callejera de frutas y verduras ecológicas. Huele siempre a porro. Algo más arriba, en la calle 26 con la 6ª Avenida, estáMadison Square, un recoleto parque, con bellos rascacielos de cúpulas doradas, en donde se refugian seres solitarios y, al anochecer, coros de gente joven que cantan estupendos ritmos de soul.
Harlem, góspel y jazz
En la calle 41, y siempre dando esquina a la 6ª Avenida, el Bryant''s Park es un buen sitio para almorzar en un banco una hamburguesa o un hot dog, después de una mañana de ajetreo en la oficina o de hartazón si estás de visita en la ciudad y vienes de hacer compras en los cercanos almacenes Macy''s. Y ese esplendoroso viaje en pos del verdor neoyorquino, rodeado siempre por el cemento y el acero, concluye en el Central Park, donde el bosque guarda con celo el corazón salvaje de Nueva York. Sin el Central Park, la ciudad no tendría sentido y tal vez hubiera muerto asfixiada. En todo caso, es un parque que merece un artículo para sí solo. Pero Nueva York es interminable y no cabe en el espacio de un breve texto cuanto ofrece. En todo caso, sin pasar un día en Harlem no se comprendería esta ciudad mestiza, de piel blanca, corazón negro y sangre de muchas patrias. Harlem merece visitarse en domingo por la mañana, paseando sin prisas por las anchas avenidas que bajan hasta el lado norte del Central Park o las espaciosas calles que corren en paralelo. Y admirando el espectáculo de la gente endomingada: anchos trajes años 30 de los hombres, vaporosos vestidos malvas y rosas de las mujeres, centenares de sombreros para ellos y para ellas... y el góspel de mediodía con sus infinitos alleluyahs. Y a la noche, el jazz en el Smoke o en el Lenox Lounge.
El Manhattan del abrigo invernal de James Dean no existiría sin el lamento de fondo de una trompeta de jazz. No hay otra música para sentir Nueva York.
(*) El próximo mes de octubre, Javier Reverte publica su libro New York, New York (Plaza Janés-Random House Mondadori).