En la senda de la carne en Nueva York no puede faltar el Smith & Wollenski. Todo un clásico. Pero la ciudad de los rascacielos esconde muchos otros locales y restaurantes, algunos de los cuales visitamos. El punto de partida: no desayuno con diamantes, sino comida con hamburguesa...
Cuando te planteas el viaje a una de las capitales de tus sueños, la que has elegido muchas veces como escenario de tu imaginación, te impones un orden de prioridades. Concibes una preguía en donde lo importante es descubrir o reencontrarte casi como un notario, con algo que para ti había sido una fotografía o una imagen que formaba parte de tu película familiar.
Reconozco que para mi la gastronomía o, mejor dicho, el buen comer, es un principio básico en cada viaje pero, en esta ocasión, al tratarse del destino, Nueva York, la estrategia se centraba en recorrerla, sudarla de arriba a abajo, para poder visitar el mayor número de lugares posible, hacer nuestra propia galería de iconos, entre lo obligado y lo sentimental, y estirar el día encogiendo las horas para que los descansos fueran los menos posibles y se concentraran en la noche.
Lógicamente, respetando el paréntesis de las noches, había que plantearse el sobrevivir al tute diario de cada programa previsto, y que mejor opción para ello, por lo menos en la mente, que recurrir al plato nacional, la hamburguesa. Al fin y al cabo estábamos en su cuna y si queríamos integrarnos había que empezar por ahí. Lo que ocurre es que antes que las formas está el fondo, y en ese fondo descubres el principio del culto a la carne que preside la sociedad americana y en este caso la de Manhattan.
Mi lado gastro se impuso y me propuse que la carne, en formato hamburguesa o en otros, además de ayudarnos a sobrevivir se convirtiese en un plus, en un pequeño premio. Recurres a los contactos y sugerencias de amigos, preguntas, y entre todo haces un mix de información, y lo vas situando en el mapa de tus trayectos para intentar tropezar con ellos.
Balthazar. / depatienblanco.com
Steak tartare en Balthazar
La mañana había discurrido por por dos barrios muy concurridos, Chinatown y Little Italy, y antes de adentrarnos en el corazón del Soho, como un sábado cualquiera de tiendas, decidimos hacer parada en uno de esos locales, difíciles de definir porque puedes usarlo a cualquier hora del día, de los que nada más te asomas te sientes atraído por su calidez y decoración vintage, pero sobre todo por su gran ambiente y animación, favorecido por las distintas zonas del local, por ejemplo una preciosa barra, sección de ostras, o pan y pasteles para llevar.
Balthazar, que es su nombre, se identifica como una brasserie francesa por su aspecto exterior, pero su nivel de integración y éxito es tal que se ha convertido en un icónico local neoyorkino.
Después de una espera cosmopolita en medio del bullicio interior, ya que no habíamos reservado, nos ubicaron en un lugar bastante cómodo, a ambos lados de una mesa de mármol redonda. El servicio fue rápido y amable. Como se trataba de no demorar, optamos por el menú de brunch, platos únicos, un steak tartare, acompañado de tostas y rúcula, y y un foie con ensalada, ambos regados con una de tinto francés asequible. Realmente estaban excepcionales, sobre todo la carne del steak cuando convertía las tostas en barcos de navegación hacia la boca, mientras me deleitaba con el tráfico constante de comensales. La carne se dejaba deslizar por el pan con la misma suavidad que sentía en cada bocado al masticarla. La raciones fueron lo suficientemente generosas como para saltar del café a la calle para seguir nuestra ruta de tiendas, pero con el deseo de volver.
The Spotted. / depatienblanco.com
Hamburguesa Michelin
Me habían hablado mucho y bien de Spotted Pig y me atraía mucho cenar en el Village, sobre todo porque la fama de servir una de las consideradas mejores hamburguesas del mundo era todo un reto para mi ranking de la carne. Si además le sumamos el reconocimiento de una estrella Michelin, apaga y vamos. Y sinceramente, tengo que confesar que no me defraudó lo más mínimo, porque me gustaría tener la capacidad suficiente como para repetir sin dudarlo, solo por el sabor y la nostalgia de echarla de menos cuando pusiera miles de kilómetros por medio.
Por fuera no te puedes imaginar que en un local así, más parecido a un pub de copas, pudiesen albergar tamaño tesoro. El local, aunque incómodo, porque apenas existe distancia entre mesas, es acogedor por fuera y por dentro. Sin reserva tienes que esperar pero vale la pena, y sino te consuelas en la barra pidiendo unos mojitos que, están tan buenos, que los eliges como opción para regar la burguer más tarde.
El tenue ambiente del local aportaba las condiciones idóneas para tomar la hamburguesa en la intimidad. La carne estaba echa al carbón y era de un grosor considerable, tenía un techo a modo de sombrero de queso, ligero y suave. Estaba acompañada con patatas, fritas de forma muy estrecha y aderezadas con romero. Realmente fantástica, en cada bocado mantenía la esbeltez de la carne tierna y no se deshacía. Había que masticarla, perdón, recorrerla de principio a fin, casi de un tirón, para no olvidarla.
El resultado fue tan satisfactorio que hasta el tiempo de espera y el soborno de dos parejas al recepcionista para saltarse los turnos, quedó en mera anécdota. Al salir, comenzando la madrugada, las estrellas del Village estaban sentadas aplaudiendo la ceremonia de felicidad que dos estómagos agradecidos protagonizaban tan solo gracias a una hamburguesa. Pero ¡qué hamburguesa¡
Red Rooster, en Harlem. / depatienblanco.com
Harlem: comer con soul
Era domingo y Harlem amanecía encapotado, amenazando lluvia. El silencio de las calles delataba la tranquilidad del día de descanso. No sonaba la música pero los murales y pinturas de Franco The Great en nuestro recorrido ponía color a la mañana. Nuestro programa nos llevaba a una misa Gospel en pleno corazón del barrio. Desde la recepción a la despedida todo tenía un ritmo, pero sobre todo un respeto inmenso por el ritual y la carga de emoción que conllevaba ser testigo de una experiencia única.
Con el cuerpo conmovido y la mente satisfecha, la palabra sentimiento se apoderó del día. No podíamos parar pero queríamos seguir en Harlem, respirando tradición negra del New York auténtico. Sin dudar nos dirigimos a nuestra cita con otro local emblemático: el Red Rooster. La música traspasaba las fronteras de cristal de puertas y paredes y una casi muchedumbre iba llenando el local, ubicándose alrededor de la gran U de la barra, mientras escuchaba un grupo de soul que hacia sonar sus instrumentos en directo. Entre la gente “Mami” Gospel se deslizaba como un junco inclinado a un lado y al otro, a ritmo lento, arrastrando años y arrugas de esperanza, al mismo tiempo que compartía protagonismo con un saxo ahogado desde la entrada del local.
Era un ambiente provocador de la esencia, un despertar de las raíces, un mix de razas unidos por la música y por erigirse durante un instante en la capital de un Harlem civilizado. Con la calle Malcom X de frente. Nada más y nada menos. Sin prisa, porque el desfile de cuerpos y estilos, peinados, atuendos y joyas, se convertía en una exposición viva, muy entretenida, nos llegó el turno para sentarnos y a los pocos minutos me plantaba delante de una magnífica y jugosa hamburguesa de vacuno, con su correspondiente queso derretido, sin vegetales pero con un buen vaso de hojalata relleno de finas patatas con sal. Estaba tan buena que ni siquiera la voz, micrófono en mano, de “Mami” rozándome, desvió mi atención ante tan suculento manjar. Buenísima.
La jornada había sido muy reconfortante, después de toda la mañana y parte de la tarde, disfrutando a pie y en bici por Central Park, quisimos dar un cambio total y nos dirigimos para afrontar la recta final del día hacia el sur de Chelsea, para ir abriendo el apetito nocturno recorriendo el espectacular Chelsea Market, una visita obligada para todo gourmet que se precie. No solo por las especialidades presentes sino por la implantación de los diferentes espacios gastronómicos.
Todavía era de día pero aparecían las primeras luces nocturnas por lo que decidimos salir al exterior y recorrer el nuevo y original parque de moda, muy cerca de allí, el High Line. Situado en las antiguas vías de tren, se mete entre los edificios y ofrece una visión distinta de Nueva York. En las calles contiguas, el movimiento de locales, restaurantes y tiendas de grandes firmas y mucho nivel, forman parte del paisaje. Nos íbamos deteniendo en Ports, Intermix, Christian Louboutin, etc. un sinfín de tentaciones, hasta que el cuerpo nos pidió descanso avalado por coincidir con la hora de cenar.
Bubby´s. / depatienblanco.com
Después de varios recorridos, como no queríamos ningún lugar ostentoso por nuestra condición de mochileros, nos decidimos por el Bubby´s, un local entre clásico y moderno, a pesar de estar en una zona nueva, y que destilaba cierto sabor genuino. No teníamos ninguna referencia, fue pura intuición y no nos defraudó, una vez más la hamburguesa fue la reina del menú, y sin ser nada del otro mundo, si mantuvo con creces la regularidad de la carne compacta y bien tratada, con méritos propios como para ocupar un lugar en el ranking.
Un taco en la esquina
La visita a Southern Island, la travesía por el mar cerca de la Estatua de la Libertad, nos había abierto el apetito de una forma tan considerable como para buscar, dentro de la senda de la carne, el tesoro de una insistente recomendación, La Esquina, en el 114 de Kenmare St. dentro del Lover Manhattan, y cerca de Spring St. Se trata de un auténtico restaurante mexicano.
Todas las especialidades que probamos estaban buenísimas, pero de manera especial, siguiendo con el concepto carne, sobresalen los tacos de carne. Creo que nunca probé unos tan perfectos y equilibrados, tanto por la textura de la carne muy bien troceada y especiada como por las proporciones de cilantro y chile.
Utilizamos la terraza del local para no detenernos mucho, pero lo que al principio iba a ser un tentempié se convirtió en un homenaje a México, gracias a La Esquina.
Homenaje a la vaca
No podíamos dejar New York sin una cena tranquila, en la que te vistes de ritual, en este caso de negro, dispuesto a vivir una velada distinta, aunque cargada de tradición de Manhattan. Para ello quisimos seguir con la senda de la carne y elegimos un clásico, el Smith & Wollenski. Reconocido como uno de los imperios de la carne neoyorquina, es cita obligada de grandes ejecutivos y magnates que lo eligen para darle auténticos homenajes al vacuno.
El restaurante, que está ubicado entre la calle 49 y la Tercera Avenida, en un edificio único, sin alturas, con protagonismo sólo para lo gastronómico, y con muchas banderas americanas rodeando la fachada en esquina, tiene una fachada singular e identitaria, en color verde y blanco. Está considerado la quintaesencia del asador de New York.
No había duda en torno al menú y fuimos directamente a la carne, pedimos un Porterhouse para dos. Es un filete de corte grueso de cerca de 2 centímetros, elaborado a la parrilla, pegado a un hueso en forma de t, es como un buen solomillo con hueso. Lo acompañamos con una super patata cocida y servida con su propia monda como guarnición, y para maridar elegimos un clásico del Valle del Chianti de los más prestigiosos de Italia, en concreto de la Toscana. De Bodegas Querciabella. Fue el cómplice perfecto para poder con el espectacular y jugoso chuletón, bien braseado por fuera y rojo por dentro.
El listón de la carne se había subido a una altura considerable y ahora solo quedaba bajarlo por un paseo por la noche neoyorquina, andando hacia el hotel, entre reflejos del neón y las sombras de los rascacielos que estaban pidiendo permiso a la luna para poder apagar la luz hasta el día siguiente.
Día de despedida, de nostalgia, de compras, de recapitulaciones, de repasos de lecciones, con el horizonte del avión de vuelta pero con la ilusión de los últimos recorridos, los compromisos de última hora, y en el medio, antes de partir, la comida sin mucho tiempo, la constante de New York. El punto de partida: no desayuno con diamantes, sino comida con hamburguesa.
Clarke´s. / depatienblanco.com
Y en ese sentido, y casi sin querer dimos con toda una joya de la comida americana. Este si que es clásico y sino no hay como visitar los baños. El P.J. Clarke´s, en la Tercera Avenida, fundado en 1884, y por el que pasaban asiduamente famosos como Nat King Cole y Buddy Holly, entre otros, además de ser referente en películas y series de televisión.
La atención es magnífica y la muy música evocadora, con rincones muy sugerentes para sentarse tanto parejas como grupos, con mesas de manteles a cuadros rojos y blancos. Y la hamburguesa, clásica, sin estridencias, pero para comerlas de dos en dos. Realmente es un clásico que no se debe perder y una opción maravillosa para despedirse con nostalgia de Nueva York. En donde, desde el primero hasta el último día de la estancia, el verbo se hizo carne y sobre todo de hamburguesa.
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