Jan Morris ha hecho un trabajo espléndido describiendo la vida de aquella isla que se disponía a convertirse en la capital de mundo
Este libro, tan entretenido como cargado de información, comienza rememorando el día en que el Queen Mary “surgió de entre el mar neblinoso en los Narrows, la entrada al puerto de Nueva York (…) Llevaba de vuelta a casa a 14.526 de los soldados estadounidenses que acababan de ayudar a ganar la guerra contra la Alemania nazi”. Lo recibieron un transbordador lleno de periodistas, dos yates requisados con chicas bailando jitterburg y, ya en la bahía, flotillas de todo tipo de embarcaciones cargadas de jubilosos neoyorquinos. Estamos en 1945, el año que la autora, una excelente periodista, considera el ápice del esplendor de Manhattan.
Jan Morris ha hecho un trabajo espléndido; en primer lugar, por haber evitado la nostalgia, enemiga de la memoria, describiendo la vida de aquella isla que se disponía a convertirse en la capital de mundo, con toda la fascinación que la objetividad puede ofrecer. Sí, porque la capacidad de colocar lo significativo por encima de lo exhaustivo es lo que hace excepcional esta obra. En segundo lugar, por el estilo, porque la amenidad es lo que más agradecen los lectores de un libro como éste.
Está fraccionado, el libro, en un total de siete secciones denominadas respectivamente: Del estilo, Del sistema, De la raza, De la clase, Del movimiento, Del placer y Del uso. “Nueva York en 1945 se veía a sí misma como representante de un pueblo para el que nada es imposible”. Nueva York era una ciudad competitiva, lo que explica su auge, una edad donde se vendía de todo y se producía todo lo que tuviera que ver con el espíritu americano, hasta el punto de que acabaría arrebatando a París su cualidad de ciudad del arte. Morris se centra en la isla de Manhattan, desde Harlem hasta el puerto de la ciudad. Por el libro desfilan, con eficiencia narrativa, teatros y restaurantes, barrios y gremios, razas (los más recogidos, los chinos; los más zonales, judíos, italianos y negros; los más dispersos, los irlandeses), clases sociales (los 400, los clubes, la Cafe Society, los artistas del Village) y los raros e inconformistas, algunos de ellos llevados a la literatura o al cine (el atrabiliario y fantástico Joe Gould por Joseph Mitchell, los riquísimos hermanos Collyer atacados por el síndrome de Diógenes, por E. L. Doctorow, el fotógrafo Weegee…). El movimiento dinámico de la ciudad tan cargado de energía como los cuadros de Jackson Pollock; los nuevos medios de transporte (el ferrocarril, el metro bajo tierra y el elevado, los autobuses, las calles, el tráfico aéreo del aeropuerto de La Guardia, que lleva el nombre del legendario alcalde de Nueva York y personajes no menos legendarios como Gentleman Jim, su antecesor). Y no menos dinámico, el mundo del periodismo o el de Wall Street…, en fin.
El libro acaba siendo tan dinámico y rico como el Manhattan de 1945. Según Jan Norris, Manhattan, que sigue siendo el lugar representativo del siglo XX, no volvería a alcanzar los cielos como en este año 1945; incluso, comparativamente, para ella ha ido decayendo, como sucede siempre con el esplendor porque el esplendor es el momento más alto aunque finito de una ciudad. Pero con todo, Nueva York sigue siendo la capital del imperio, la ciudad a la que todos los habitantes de la Tierra anhelan ir como en su día anhelaron acudir a la capital del Imperio Romano. Todo lo dicho y mucho, mucho más, lo cuenta con pasión e inteligencia la autora de este brioso libro.