New York Ultimate: Así fue como Nueva York sustituyó a París como capital mundial del arte

domingo, 24 de abril de 2016

Así fue como Nueva York sustituyó a París como capital mundial del arte

Pollock
El mural que pintó Pollock para Peggy Guggenheim, en el museo Picasso de Málaga.




EN  mayo de 1940 París era ocupada por las fuerzas nazis, un hecho que generó lógica preocupación entre todos los que en el mundo deseaban que Hitler perdiera la segunda Guerra Mundial. Aparte de todas las implicaciones sociales, políticas y humanitarias que ustedes pueden imaginar, había otra estrictamente cultural:la capital francesa llevaba décadas siendo el centro mundial de la creación artística. En el imaginario colectivo estaban los tiempos de la belle époque y los pintores impresionistas y postimpresionistas. Y muchas de las primeras vanguardias del siglo XX -como el cubismo o el surrealismo- habían surgido o se habían desarrollado allí. Pero ahora, con París en manos de la barbarie nazi, quedaba vacante el puesto de epicentro de las artes. Y Nueva York se estaba preparando para asumirlo.
Muchos de los artistas e intelectuales de nuestro continente, en especial los que residían en París, tuvieron que emigrar ante el peligro nazi.Conviene recordar que Hitler y los suyos no eran grandes fans de los nuevos modos de expresión, para los que inventaron un término tan poco cariñoso como “arte degenerado” (mientras planeaban cómo apropiarse de las colecciones artísticas de las familias judías acomodadas, claro). Entre quienes embarcaron para Nueva York dada la coyuntura se encontraban surrealistas como André Breton, Max Ernst o André Masson, que estaban en el apogeo de sus carreras y que eran muy admirados por los artistas norteamericanos más inquietos del momento.
Alguien que recibió con los brazos abiertos a los artistas parisinos emigrados fue Peggy Guggenheim, una de las mujeres más ricas y excéntricas de la ciudad. Tan abiertos tenía los brazos que se casó con Max Ernst. No hay que engañarse: a pesar de sus enloquecidos looks, de las originales gafas de sol por las que su imagen se ha hecho famosa y de que –por qué no decirlo- los propios artistas a los que amadrinaba tendían a pitorrearse un pelín de ella, era una mujer muy lista y muy decidida. Y había tomado lecciones de los mejores: Marcel Duchamp, el genio de la vanguardia del siglo XX (con permiso de Picasso) había sido su gurú, enseñándole entre otras cosas a diferenciar el surrealismo de la abstracción. Después de haber sido galerista por afición en Londres, la señora Guggenheim abrió en 1942 “Art of this Century”, una nueva galería en pleno Manhattan. Y desde allí se dedicó a dar difusión a sus amiguitos modernos, en exposiciones que poca gente comprendía pero que a ella la ubicaban en la cresta de la ola.
En paralelo a todo esto ocurrían en los Estados Unidos varias cosas. Una de ellas era una especie de lucha de facciones intelectuales, entre los que eran partidarios de generar un nuevo tipo de arte exclusivamente norteamericano (aislacionistas) y los que incidían en la necesidad de adoptar los modos que estaban trayendo los artistas europeos de vanguardia (internacionalistas). Se publicaban en las revistas especializadas furibundos ataques y defensas a esos artistas europeos, y a sus colegas americanos que no demostraban mucha personalidad propia al imitar claramente el estilo de aquéllos.
Por otro lado, los responsables políticos del país se daban cuenta de que, como propaganda de su nuevo papel de paladín contra el fascismo europeo, a los Estados Unidos le convenía también asumir el de defensor del arte contemporáneo. Y a eso se dedicaron instituciones como el MoMA, o iniciativas como la “Buy American Art Week”, organizada por el gobierno estadounidense para estimular la venta de arte producido dentro de sus fronteras. El coleccionismo privado se reactivó, el ojo de las clases medias se educó en las nuevas corrientes, e incluso comenzó a venderse arte en los grandes almacenes con toda naturalidad. Todo ello para disgusto de un señor llamado Clement Greenberg, crítico de arte al que sus ideas izquierdistas no le impedían opinar que había que separar claramente arte de “kitsch”, y que las masas no estaban preparadas para apreciar las nuevas vanguardias. Y que los surrealistas eran unos anacrónicos, la figuración cosa del pasado, y Mondrian y su abstracción geométrica, lo más.
Y entonces entro en escena Jackson Pollock. Originario de una familia de grajeros de Wyoming, Pollock se había mudado a Nueva York para ser artista, y allí había recibido el influjo de los surrealistas. De hecho, sus primeros cuadros, más bien figurativos, estaban claramente dentro de esta onda: recordaban a Ernst, Picasso o los muralistas mexicanos. Y de André Masson (quizá el surrealista más abstracto) había adoptado la técnica de pintar de manera rápida e impulsiva, lo que en realidad estaba más cerca de la escritura automática que pregonaba el pope surrealista André Breton que los minuciosos lienzos de Dalí, por ejemplo. El caso es que Peggy Guggenheim se fijó en el trabajo del joven Pollock y expuso su obra en la nueva galería. Y además le hizo un encargo en verano de 1943: quería un enorme mural para decorar su apartamento de Nueva York, una obra que por sus dimensiones y su modernidad radical asombrara a todos sus invitados en la gran fiesta de inauguración que pensaba dar el siguiente enero.
En fin, medio año es bastante tiempo para pintar un cuadro, incluso para para un artista meticuloso (dejando aparte a nuestro Antonio López). Pero sucede que, un día antes de que terminara el plazo, el procastinador de Pollock estaba todavía en su estudio, mirando el gigantesco lienzo en blanco como la vaca al tren. Y no nos pregunten por qué, pero en un momento dado de aquel mismo día le vino de pronto la inspiración, y a primera hora de la mañana siguiente tenía listo un cuadro que, al parecer, se basaba en la idea de una estampida de animales. ¡Un mural de quince metros cuadrados en menos de un día! ¿Qué cómo se las arregló Pollock para semejante proeza? Pues desarrollando al máximo las técnicas que había estado ensayando en los últimos tiempos, realizando una obra abstracta y sin tema (aparente) alguno, íntegramente a base de brochazos impulsivos, borrones y salpicaduras, en un proceso que era pura acción (action painting, lo llamarían) y que después se ha convertido en el tópico más difundido sobre cómo pinta un artista contemporáneo. Ya saben, todo como muy violento, muy impulsivo y muy romántico. Como una posesión, vamos.
Y ocurrió el milagro. Pollock se convirtió el mesías en el que cada cual vio justamente lo que estaba esperando. Los internacionalistas, a la perfecta derivación nacional de la vanguardia importada de Europa. Los aislacionalistas, al nuevo artista americano por excelencia. Clement Greenberg al rabioso presente y la promesa de futuro de la pintura. Y todos, el motivo perfecto para afirmar que sí, que los Estados Unidos estaban al fin preparados para robar la idea del arte moderno (como escribió el historiador del arte Sergue Guibault en un libro memorable) a París.
Peggy Guggenheim y Jackson Pollock, delante del mural que pintó el artista para ella.
El estilo de Pollock fue calificado como expresionismo abstracto, etiqueta que se amplió a otros creadores americanos de la época como Rothko, Motherwell o de Kooning. La crítica americana los recibió a todos con aplausos, y las instituciones se apresuraron a apoyarlos. Finalizada la guerra, y con la paranoia anticomunista como nueva prioridad, el tinte nacionalista y apolítico aún se reforzó, a lo que contribuyó desde su tribuna gente como el propio Greenberg: no es casual que ni él ni otros representantes del mundo del arte apoyaran a sus compañeros del cine, incluidos en listas negras por iniciativa del Comité de Actividades Antiamericanas. Y ocurrió que, durante las siguientes dos décadas, la abstracción informalista se convertiría en la forma casi única de vanguardia oficial en todo Occidente, una vanguardia que por primera vez había sido irradiada desde los Estados Unidos. La tendencia sólo empezaría a cambiar con la llegada del pop art. Que de alguna manera suponía una vuelta a algunas de las propuestas del surrealismo y el dadaísmo, y que por tanto a Greenberg le parecía un auténtico horror. Pero esa ya es otra historia.
En fin, todo esto –que no se nos olvide- viene al hilo de la exposición“Mural. Jackson Pollock. La energía hecha visible”, que acaba de inaugurarse en el Museo Picasso de Málaga y que ya están tardando en visitar. Porque, entre otras obras de la época, nos trae nada menos que el mítico mural que Pollock pintó por encargo de Peggy Guggenheim. Un cuadro abstracto de seis por dos metros y medio que cambió el rumbo de la vanguardia artística mundial.
Y que tuvo mucho que ver en que, aún hoy en día, cuando un joven artista decide triunfar en la escena artística mundial (¡criatura!), sea a Nueva York y no a París donde gire sus ojos.

No hay comentarios: