Debajo de los puentes de la autopista que cruza Suráfrica, en las paredes de ladrillo rojo de fábricas y en las paredes de maltrechos edificios y negocios abandonados florece el grafiti en el inhóspito centro de Johannesburgo.
Capital económica de Suráfrica y centro neurálgico de la mitad sur del continente, Johannesburgo es una ciudad de inmigrantes, “de peligros y oportunidades” como la definió Mandela.
Una versión africana del Nueva York sucio y violento de hace décadas en el que nació y se popularizó el grafiti, una forma de arte callejero que ha entrado con fuerza en África a través de su urbe más estadounidense.
“La degeneración de la ciudades es propicia para los grafitis. A la gente no le importa que se pinten las paredes y proliferan las subculturas como las de los artistas callejeros”, dice Jo Buitenbach, de la empresa Past Experiences, que ofrece paseos guiados centrados en las pintadas por diversos barrios de la ciudad.
A la sombra de los rascacielos construidos durante la época de dominación blanca, el centro de Johannesburgo fue abandonado en masa por las empresas y los residentes pudientes cuando sudafricanos pobres de raza negra e inmigrantes de otros países de África empezaron a mudarse a la zona durante la desintegración del apartheid.
Caminar por algunas de estas calles es uno de los atractivos de los tours de Past Experiences, que forman parte de los esfuerzos de cada vez más jóvenes surafricanos como Buitenbach para revitalizar el corazón de la ciudad.
Además de invitar a lugares normalmente “prohibidos” de la urbe a ciudadanos locales acomodados y a turistas, la iniciativa acerca al arte a vecinos de las áreas más dilapidadas.
“Mujeres mayores y niños suelen acompañarnos en los paseos. A ellas les llaman la atención los elementos tradicionales de los grafitis. A los niños los monstruos. Lo ven todos los días y es el único arte con el que tienen contacto”, explica Buitenbach.
Coloridos grafitis de enormes elefantes, a veces de tamaño real, adornan las calles de Johannesburgo y de otras ciudades del país. Son obra del grafitero conocido como Falko, que dice querer “colonizar” Suráfrica con elefantes.
Los paquidermos son, a su modo de ver, una versión benéfica del ser humano, por lo que la colonización con elefantes tendrá mejores resultados que las que han protagonizado los seres humanos.
Además de la dejadez, el grafiti encuentra otro aliado en la costumbre africana de pintar sobre las paredes los nombres, logotipos y detalles de sus negocios, a menudo acompañados de dibujos que ilustran la actividad a la que se dedican.
Esta preferencia por la pintura -frente a la tendencia europea a anunciarse sobre carteles, pizarras o chapas metálicas- hace que la idea del grafiti resulte algo natural a los habitantes del centro.
“Los humanos tenemos desde nuestros orígenes una necesidad imperiosa de pintar en las paredes”, afirma Buitenbach, que estudió arqueología y conoce bien la historia de las representaciones en los distintos períodos históricos.
Ante los elefantes de Falko, las firmas con letras angulosas de Bias o los monstruos que comen tallarines de los grafitis de otro de los artistas, los estudiantes de instituto que vuelven a casa se fotografían desde el autobús.
“El grafitero busca expresarse e interactuar con otros artistas y con la gente que ve sus obras”, dice Buitenbach, que resalta la universalidad del grafiti y su capacidad para llamar la atención a cualquiera que pase por las calles de las ciudades, sin necesidad de conocimientos previos o códigos aprendidos.