Un libro recoge textos de los mejores escritores neoyorquinos sobre la dura realidad de la ciudad, más allá del mito
INÉS MARTÍN RODRIGO
INÉS MARTÍN RODRIGO
Durante la campaña que le llevó a ser elegido alcalde de Nueva York, Bill de Blasio (Manhattan, 1961) defendió su visión de la gran urbe estadounidense como una «historia de dos ciudades». Ese contraste entre la Nueva York deslumbrante, de grandes letreros luminosos y amplias avenidas, recorridas por los ricos habitantes que la pueblan, y la Nueva York real, pobre y hostil, donde hasta las ratas que deambulan por el metro pasan hambre, es, según De Blasio, «el problema fundamental de nuestra época». Gracias a tan certero análisis del estado de su ciudad (que todos soñamos, en realidad, como un poco nuestra) el demócrata ganó las elecciones y hasta ha hecho olvidar, en parte, la alargada sombra republicana de Giuliani y Bloomberg.
Esa agudeza política sorprendió a John Freeman, antiguo editor de «Granta», que llevaba tiempo dándole vueltas en la cabeza a la misma idea tras una dolorosa experiencia familiar. A lo largo de un año, el hermano de Freeman, aquejado de una dolencia psiquiátrica, (mal)vivió en albergues para personas sin techo en Nueva York y, en todo ese tiempo, sólo compartió apenas dos cafés con John, que vivía apaciblemente en su piso (comprado gracias a una herencia de su abuela) junto a su novia. No hubo llamadas de ayuda, ni tan siquiera de socorro, y mucho menos cordiales invitaciones a visitar su casa o pasar alguna temporada en ella. John y Tim experimentaron, por separado, esas dos ciudades que Nueva York encarna.
En enero de 2014, ya convertido en acomodado editor, John se puso en contacto con varios escritores neoyorquinos para que reflejaran su particular visión de esa ciudad que, pese a todo, consideran su hogar. El resultado es «Nueva York: Historias de dos ciudades», una hermosa antología, que ahora Nórdica publica en España con prólogo deAntonio Muñoz Molina, en la que están presentes las principales voces de la literatura anglosajona actual:Lydia Davis, Dinaw Mengestu, Zadie Smith, Colum McCann, Taiye Selasi, Dave Eggers, Junot Díaz, Jonathan Safran Foer, Valeria Luiselli, Teju Cole, Victor Lavalle, David Byrne (por sólo mencionar a algunos)... y hasta Tim, el hermano de John.
Hay memorias, relatos, artículos, ensayos, diarios, un collage, un poema post 11-S e, incluso, una serie de tuits que convierten los titulares de 1912 en una reflexión sobre la violencia a la que Nueva York parece estar abonada desde su fundación allá por el siglo XVII. Prueba, una vez más, de que el compromiso puede adoptar formas muy diversas, en este caso literarias. Y es que, de un modo u otro, todas las piezas que componen el libro identifican los problemas fundamentales de Nueva York, como un puzle donde sobresalen las zonas de mayor tensión. Zonas como el Bronx, donde el 66% de los ingresos se destina a pagar el piso (entre 2012 y 2012 el precio del alquiler subió una media del 75% en Nueva York). Es decir: los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez más pobres.
Un «espejismo» de ciudad
No obstante, como advierte Muñoz Molina en el prólogo, Nueva York «es una ciudad y un espejismo de ciudad». «La ciudad promete mucho y, en general, da bastante poco a cambio». Por eso Henry James prefirió Londres, espantado por ese «prosaísmo» de Nueva York, por la «vulgaridad de una civilización regida por el poder de las máquinas y del dinero». Siempre el dinero. Ricos y pobres. Realidad y ficción, La Nueva York soñada y la vivida. «Nueva York es un paisaje fabricado, pero también real, y cuanto más forma parte de nuestra imaginación -gracias al cine y otras formas de mitología- menos la vemos como realmente es», reflexiona John Freeman en conversación vía e-mail con este periódico.
Según el editor, en la última década «se ha convertido en una ciudad terriblemente desigual y necesitamos explorar los efectos -emocionales, culturales, físicos- de esa desigualdad, así cómo sus raíces». Y eso «sólo pueden hacerlo los escritores». Autores que, según los requisitos de Freeman, viven o han vivido en Nueva York y «tenían algo que decir, alguna pregunta que sólo podía responderse escribiendo». Apelando a la diversidad del grupo elegido, «no se trata de corrección política, sino de decencia (y sentido común) a la hora de reformular la mitología que rodea un lugar como Nueva York». Sólo así (lo comprobarán tras la lectura), los habitantes de la ciudad (y quienes la soñamos) se darán cuenta de que, como advierte Freeman, «no podemos seguir así». Quizás estas historias sirvan para construir ese puente, tan necesario, entre las dos ciudades que palpitan en el corazón de Nueva York.
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