En sus últimos años, David Bowie se sepultó en su fortaleza del Soho, pero los habituales de esas calles no dejaron de detectar su presencia
JAVIER ANSORENA Corresponsal En Nueva York
avid Bowie, en Manhattan en octubre de 2012 - ABC |
JAVIER ANSORENA Corresponsal En Nueva York
El frío de una mañana de invierno escarchaba ayer las flores que los neoyorquinos amontonaban en el número 285 de la avenida Lafayette, en la frontera entre el Soho y Nolita, en el Sur de Manhattan. Hasta la noche anterior era la dirección de David Bowiey el lugar donde se cree que había fallecido, rodeado por su familia, la noche anterior. El calor llegaba desde los bares, las cafeterías y los escaparates de la zona, desde las ventanas de las camionetas de reparto impacientes en los semáforos en rojo, por los que se escapaba la música del artista británico. Es elhomenaje tácito que Nueva York otorga a sus favoritos. La última vez que sonó tan fuerte fue en la muerte de Michael Jackson.
Nueva York se había apropiado de David Bowie para su catálogo de leyendas locales. Inspirador de las vanguardias musicales y artísticasdesde los 70, Bowie se estableció en Nueva York tras su boda con la modelo Iman en 1992. Compraron dos áticos en el edificio que ha sido su casa hasta su muerte, una antigua fábrica de chocolate que ha acogido a otras personalidades, desde Courtney Love –ex mujer del líder de Nirvana, Kurt Cobain, que idolatró y versionó a Bowie con «The Man Who Sold The World»– al actor de «Frasier» Saul Rubinek.
Un infarto en 2004 cambió su vida: abandonó casi por completo los escenarios, dejó de dar entrevistas y contuvo su producción artística. Bowie se sepultó en su fortaleza del Soho, pero los habituales de esas calles no dejaron de detectar su presencia. Washington Square Park, a media docena de manzanas de su casa, era su rincón favorito de Nueva York. Había pasado toda una vida desde que Woody Guthrie cantara en la plaza, Patti Smith usara sus bancos como hotel y Allen Ginsberg leyera su poesía al gentío. Para Bowie seguía esa energía, a pesar de que el espacio lo dominan ahora carritos de bebés, paseadores de perros y estudiantes con posibles de New York University. Rebuscó en ocasiones entre los vinilos de Bleecker Bob’s, la legendaria tienda de discos –ya cerrada–, y se le vio agarrado a un cuaderno en Caffe Reggio. En los últimos dos años, desapareció del mapa. Bowie se convirtió en deidad ausente, casi mito.
El mismo tiempo en el que ha disparado su producción artística. En 2013 presentó «The Next Day», después de una década de silencio. Para grabar peregrinaba desde su portal hasta el estudio Magic Shop, apenas un paseo de cinco minutos que atraviesa las enigmáticas ventanas verdes del callejón de Jersey Street y el adoquín irregular de Crosby Street, pasando delante del hotel de igual nombre, otro de sus refugios. Lo que esconde la puerta gris y anodina de Magic Shop es el templo donde también ha grabado «Blackstar», su disco-epitafio.
Una noche de la primavera de 2014, Bowie tomó una mesa de 55 Bar, un club de jazz casi centenario. Acudió de incógnito a escuchar a una formación, liderada por el saxofonista Donny McCaslin, de la que le habían hablado bien. Los músicos, que acabaron participando, recuerdan sesiones de grabación de siete horas y un Bowie fuerte como una roca. Pero el artista peleaba con un cáncer. Parte de la música de «Blackstar» está también en «Lazarus», la obra de teatro que se estrenó en diciembre.
Su última aparición fue el día 7 de ese mes, en el New York Theatre Workshop, en el East Village. Tenía una delgadez acentuada: la piel dorada, la sonrisa maliciosa llena de dientes, la elegancia inalterada. Su llegada fue una sorpresa: Bowie ya era entonces un fantasma entre Nolita y el Soho.
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